Nadie entiende la muerte, nadie la puede explicar. Muchos han tratado aproximarse al concepto, a cómo es la vida eterna, a qué se siente… Nadie conoce la muerte ni llegará nunca a conocerla, pues saber de ella implica estar vivo y, una vez muerto, uno sólo puede formar parte de ella, sin posibilidad de retorno para contarlo.
Cuando uno es pequeño ignora por completo esta realidad. La muerte es un suceso que únicamente ocurre en las películas. Algo que le ocurre a “los malos” porque, como nos decía mi madre cuando nos veía nerviosas al filo del sofá durante una película de intriga: los buenos nunca mueren. La primera y más grande mentira que jamás me han contado; principalmente porque la muerte nos llega a todos. Tarde o temprano. E igual que un niño no sabe comprenderlo, los adultos tampoco.
De niño te explican que Fulanito se ha marchado, que ha subido al cielo y está con Dios o que, simplemente, ya no está. Puf, se ha esfumado. La sensación es extraña, como si tu cuerpo se quedase en stand by, esperando el regreso de esa persona eternamente. Aguardar el regreso de alguien que sabes que no va a volver es desesperante. No obstante, nunca dejas de esperar. La notificación de una muerte cuando eres adulto es como si sacasen del horno una tarta completamente nueva jamás probada. Pero su olor, ese olor resulta extrañamente familiar. Una ausencia jamás experimentada que resulta irreal aunque, de alguna manera, también familiar. Algo que no terminas de asimilar. Y aún así toca hacer tu vida como si nada, seguir adelante acompañado de esa sensación de “volveremos a vernos” aún sabiendo que no.
Los pilares que nos enseñan cuando somos pequeños se derrumban cuando la muerte llama a la puerta. De nada sirve ser bondadoso, cariñoso, solidario ni compasivo porque a esas personas también les llega la hora. No es cierto eso de que los buenos nunca mueren. De hecho, haciéndome mayor, me doy cuenta de que la vida es una injusticia generalizada y, en muchas ocasiones es la puerta de estas personas a la que la muerte decide llamar primero. Cuando veo esta realidad caigo en la cuenta de que es inevitable caer en el nihilismo o en un fatídico existencialismo. Que se vacíe nuestro interior y se muera todo lo que creíamos perenne. Leí una vez un fragmento que escribió Leila Guerreiro que decía lo siguiente: “Pero sé que lo que se queda puede perderse aunque uno no se vaya lejos porque la cercanía no garantiza nada: todo puede morir, desvanecerse, abandonar”. ¿Cómo evitar ese vacío interior tan amenazante? ¿Esa tristeza capaz de consumirnos?
Hablaba hace unos días con unas amigas sobre la forma en la que la fe nos alivia de este dolor, de esta espera incesante que nos mantiene en vilo hasta que nos llega la hora. La fe como piedra que sostiene lo que nos resta de realidad, lo que nos resta de tiempo pensando y reflexionando acerca de lo que es la muerte y a dónde van los seres queridos que ya no están con nosotros. Conozco a tantísimas personas que han dado testimonio de que la Resurrección de Jesús fue y es real. Y no Resurrección tipo zombie, se levanta el cadáver; que eso no es.
Podrá sonar simple y aniñado pero, para mí, lo que más me ha ayudado a ver y entender cómo se experimenta la Resurrección es la película del Rey León. En numerosas ocasiones de mi vida adulta —muchas de las cuales han sido broncas por aparecer en casa más tarde de lo previsto sin avisar, tras una noche de juerga—, mi madre me explicaba que, por orden natural, yo estoy llamada a enterrarla a ella, no al revés. Es por ello que alegaba sufrir microinfartos cuando pensaba que algo malo podía haberme pasado. Explicarle esto a un niño es bastante más complejo, pero aquel diálogo entre Mufasa y Simba lo expresaba de una forma en la que comprender la muerte (y sobre todo, la de un padre o un abuelo) se hacía una tarea menos compleja.
La secuela de la película comienza con la canción Él vive en ti, que solo he sido capaz de interpretar al hacerme mayor. Pues la Resurrección tiene lugar en nosotros mismos, entre los vivos. Vivir junto al recuerdo de un ser querido, haciendo lo que a esa persona le gustaba, siguiendo sus valores —aquellos pilares contra los que hemos arremetido tras esa muerte, pensando que de nada han servido—. Cuando mi fe no atraviesa un buen momento regreso a esa canción, la escucho en bucle muchas veces, recuerdo quién se halla en mí, por qué cargo yo con su recuerdo: para que sigan viviendo a través de mí. Habrá aquellos que no crean en la Resurrección, en la vida eterna. Que la muerte sea un punto final, un salto al vacío, un fundido a negro. Pero, ¿cómo puede serlo?
Nadie conoce la muerte ni la llegaremos a conocer nunca. La realidad que nos trae es difícil de asimilar, todos los cambios lo son. Pero debemos aprender a vivir de otra forma con nuestros seres queridos que ya no están. Debemos aprender a honrarlos, a verlos de formas a las que no estamos acostumbrados: en una pintura que le gustaba, en un libro que había releído veinte mil veces, en aquel paseo que le gustaba darse por la calle Bailén. Que vivan a través de nosotros para siempre. Será así como nos acompañarán.
De nuevo cito a Leila Guerreiro porque a mi también me hacen sentir tonta las ceremonias de adiós, “un ritual de protección que no reporta beneficios”. El mejor escudo es el recuerdo. Porque solo muere lo que se olvida, y es imposible olvidarse de alguien a quien has querido con todo tu ser.
De regalo, dos canciones.
A M & P