A y yo teníamos la extraña costumbre –que a nosotras siempre nos pareció lo más normal del mundo– de estudiar escuchando ruido de avión. El ruido blanco se utiliza, de forma general, para tapar los sonidos que provienen del exterior; a nosotras nos ayudaba a concentrarnos.
Por este mismo motivo, adoro leer junto al mar. El sonido de las olas rompiendo en la orilla sustituye el rumor de los motores de una aeronave y, al sintonizarlo, mi cabeza entra en un estado de concentración absoluto. Bueno, miento; absoluto no, porque de vez en cuando se filtra por mis oídos alguna conversación entre niños pequeños que se pelean por una pelota, grupos de amigos que de súbito deciden que la mejor opción es molestar a toda la playa con Arcángel a todo volumen a través de un altavoz u otras molestias varias que son propias de un espacio público como la orilla del mar.
Volviendo al caso que nos atañe, junto al mar leo como nunca. Me sumerjo en la historia de lleno, las escenas cobran vida en mi imaginación y devoro las páginas a una velocidad insólita. Me gusta, especialmente, leer en la playa porque el calor que emana el Lorenzo calienta mi cuerpo y no solo leo bien sino que me encuentro a gusto, hundiendo los pies en la cálida arena, sintiendo la brisa marítima, fresca e inquieta, acariciar mi piel, que se tuesta mientras mi mente absorbe información como una esponja. Un lujo.
Ayer, mientras ojeaba las novedades literarias en la sección de libros de El Corte Inglés, oteé lo nuevo de Maggie O’Farrell. Recuerdo que más o menos por estas fechas, el año pasado, y en las circunstancias que acabo de narrar terminé El retrato de casada. Tuve la suerte de poder cubrir la rueda de prensa de su publicación en España, de la mano de Libros del Asteroide, y de escuchar a la autora hablar sobre Lucrezia, la protagonista, su carácter irreverente e indomable, la relación con su perverso marido, la influencia de la Historia…No obstante, cuando cerré la última página de la novela miré al mar un minuto. No se habló en aquella rueda de Emilia, doncella, confidente y amiga. No se trató siquiera el peso de su personaje, su contribución al desarrollo de la protagonista, lo esencial que es la pieza que ella supone en la historia de la duchessa. En ocasiones pasamos por alto lo que vale un amigo.
Nuestros amigos nos conocen, nos quieren a pesar de nuestros defectos e imperfecciones. Nos abrazan cuando lo necesitamos e incluso lloran con nosotros. Ahora me río recordando aquella cena a finales de diciembre (o inicios de enero, no recuerdo bien) en la que B, S y yo, afligidas por rupturas varias, comíamos con poco apetito unas croquetas deliciosas y hablábamos de lo desolador que es dejar atrás a alguien con quien has compartido mucho tiempo. Aquella cena fue escoltada por algún lagrimón acompañado no obstante de amplias sonrisas ante la surrealista situación: esto no nos había sucedido nunca. Pero para eso también están los amigos, y a veces nos olvidamos.
No siempre es sencillo contarle a un amigo que no te encuentras bien, que algo te apena o que te quita energía. Nadie quiere ser esa carga, es comprensible. De eso nos habló L una vez y a mi no se me ha olvidado nunca. A veces omitimos que son nuestros amigos los que nos conocen, los que saben qué es lo que nos disgusta, lo que nos contraria y atormenta. Y detrás de un “no me importa, estoy bien”, son ellos los primeros que saben que quizás no del todo, que hay una pizca de tu ser a la que sí que le importa, a la que sí que le duele.
Por eso, como amiga y poseedora de éstas, siento una punzada al recordar como el personaje de Emilia se esfumó así, sin más, de la conversación. Que la protagonista, que tanto se apoyó en ella a lo largo de la historia, no se percatase de que aquella amistad estaba en juego. No se le otorgó a la amistad el valor que creo que merece. Por estar siempre ahí, al pie del cañón. Los amigos no son el personaje secundario; forman parte del elenco protagonista en cada una de nuestras historias.
De forma casi instantánea me teletransporto a otra cena con aquellas dos amigas, esta vez sin lágrimas (y con copas de vino de por medio). Nos reíamos de alguna anécdota que estaría contando B que, “últimamente está muy graciosa” decía S. En un momento dado me llegó un mensaje que me disgustó, y aunque estaba determinada a que no me arruinase el buen rato que estábamos pasando, debieron de atisbar algún mohín en mi rostro, aunque fuese por un nanosegundo de esos de Tamara, y notar que algo no iba bien. Lo ignoramos, seguimos adelante con la cena y los vinos, tan entretenidos como siempre, y ahí quedó ese mini pesar. Al día siguiente S escribió, preguntando si estaba bien, si había noticias de aquello que me había disgustado. Lo había percibido, a la legua, sin dudarlo. Sabiendo que a mi no me fascina particularmente hablar de estas cosas, de lo que me aflige.
Nos conocemos, y nos conocemos bien. Nos apoyamos las unas en las otras, con confianza. Supongo que el valor de la amistad reside entre estos parámetros. En lo que no decimos pero sí manifestamos, aunque no sea con palabras y se haga en silencio. Sin embargo, nunca se dan momentos en silencio absoluto, en realidad.
Siempre está latente esa conexión que se da entre los amigos, ese conocerse que hace que encajen las piezas y funcione esa amistad. Una conexión que se asemeja al ruido blanco que necesito para que mi cabeza se ponga en funcionamiento, a ese ruido de cabina que tanto extrañaba al que se asomaba a mi mesa cuando estudiaba. Que ejercía el mismo papel que el mar cuando bajo a la playa a leer, ese mismo mar que me ha permitido reparar en la importancia del personaje de Emilia. Que me ha hecho pensar en lo que vale un amigo. En lo mucho que valen las mías.