Tengo la costumbre de ponerme siempre los calcetines antes que los pantalones. Si me los estoy abrochando y reparo en mis pies descalzos, me desvisto para hacerlo en el orden anterior. Hay quien llamaría a esta costumbre un hábito, y hay quien lo llamaría un trastorno obsesivo compulsivo. Podría ser. No es que cortocircuite cuando no sigo esta rutina, pero sí suelo seguirla religiosamente porque me gustan las cosas bien hechas, me gusta que sigan un orden.
Imagino que incorporé esta pequeña obsesión cuando tenía catorce años y me obligaron a leer en el colegio El curioso incidente del perro a medianoche. Curioso es, para mí, la manera en la que hay ciertos libros que nos marcan en la vida (y hacen que te pongas siempre los calcetines primero). Es por ello que cuando hablo con cualquier persona me gusta hablar de libros, para ver qué le ha marcado, quién le ha marcado. Muchas veces siento que me une un vínculo con aquellos autores con los que «congenio », como si fuésemos amigos. Ojalá poder hablar con ellos. Mi madre cuenta que eso le pasaba con Javier Marías, a mi me pasa con Javier Aznar y a mi amiga S con Jesús Terrés (y dale con los nombres con J). Dice mucho de una persona con qué autores conecta, aunque esta «conexión» de la que estoy hablando no sea del todo real.
Leí una vez que somos lo que somos no por las personas que hemos conocido, sino por las que hemos dejado atrás. Quisiera añadir un pequeño matiz: que somos quién somos por lo que nos han aportado aquellas personas a las que hemos leído. Vamos incorporando a nuestra forma de ser, a nuestra forma de ver la vida, cosas que han dicho otros. Anécdotas o historias que han vivido y decidido plasmar en el papel. Reflexiones, cosas que les gustan e incluso frases cortas que a priori no dicen nada del otro mundo. Somos la recopilación de mil vidas diferentes en una sola.
Lo mejor de esto es la manera que tiene cada uno de extraer todo lo que le marca de aquello que lee, todo lo que deja huella. A mí, personalmente, me encanta subrayar los libros: trabajarlos, como decían en el colegio cada vez que nos daban un texto para leer. Así, doblo esquinas, subrayo con lápiz, anoto cosas en los márgenes, hasta resalto las erratas porque me gusta creerme más lista que el hambre. Terrorismo de la obra que dirían algunos. Pero a mí me gusta; refleja mi personalidad y mi forma de ser. Involucrada, vehemente y quizás, a veces, algo anárquica. A mi hermana, por ejemplo, no le gusta que los doble ni que se noten en el lomo las arrugas después de haberlos leído. Para mí es todo lo contrario, mi marca personal. Mi forma de dejar huella en ellos, como ellos lo hacen en mí. Distintas formas de ver la vida.
Mi amigo C escribió una vez que a él le han regalado libros muchas personas, pero nunca sus libros. Decía entonces que «no hay mayor acto de cariño y respeto que regalar un libro propio a otra persona» y no puedo estar más de acuerdo. Si yo regalase alguno de mis libros, con todas mis anotaciones, garabatos y pensamientos, sería como regalar un trozo de mí misma a otra persona. No lo he hecho nunca, me costaría muchísimo desprenderme. De la misma manera que me cuesta horrores prestar los libros; es como abrirse en canal. Meterse en quirófano indefinidamente, porque le estás abriendo tu cabeza y tu espíritu a otra persona por Dios-sabe-cuánto (lo que tarde en leerse y devolver el libro en cuestión). Y durante este tiempo —que a veces se hace eterno— yo siempre me pregunto qué pensarán cuando lean las frases subrayadas, las palabras que me marcan, las pequeñas anotaciones. Cuando vuelven a mí, mis libros, es como si alguien hubiese colocado una pieza del puzzle en su sitio de nuevo. Todo vuelve a seguir su orden.
Esta es, entre muchas otras cosas, una de las costumbres que me ha contagiado mi madre. No obstante me acuerdo de aquella vez en la que ella sí se desprendió de un libro y, sabiendo que es una cosa que le cuesta hacer muchísimo, observé el cariño, el cuidado y el mimo con el que preparó el regalo. Su finalidad era enmendar una amistad obstruida, desatendida lo suficiente como para que todo se hubiese vuelto frío. Aquel gesto me hizo pensar: ¿en qué circunstancia regalaría yo uno de mis libros? ¿Por quién sería capaz de romper mis esquemas y descomponer mi orden? Mi amiga L., hace poco, me regaló su libro favorito: El libro de los abrazos, de Eduardo Galeano. Un bálsamo, lo llamó —que preciosidad—, que me haga sentir mejor.
Si me paro a pensar en los míos, anda circulando por algún lugar uno de mis libros favoritos de la infancia. Cuenta la historia sobre una joven que se prueba un vestido de su abuela, capaz de transportarle a la época de su juventud en el Titanic. Recuerdo vagamente la historia entera pero sí recuerdo la forma en la que me cambió. Sentimientos a flor de piel y eso que yo era una cría. Se lo dejé a alguien, no recuerdo a quién; y consecuentemente el libro no volvió a aparecer por mi casa. Me da muchísima rabia, no os hacéis a la idea de cuánta. Pero sé que un trozo de mí deambula por algún salón, alguna estantería, en algún cuarto. Y aunque sea un trozo que he cedido involuntariamente y sé que no lo voy a recuperar jamás, también sé de forma positiva que formará parte de la vida de otra persona, de lo que son y de quién son. Formará parte de su orden particular.
Y no existe lección de Historia más repetida que el deber romper con el orden antiguo para dar paso a uno nuevo.
Con los libros y con todo.