Si hacer spoilers de una serie es contar lo que sucede en los próximos capítulos, ¿podríamos considerar como el equivalente que esté recopilando en una news mis partes favoritas de un libro? Espero que no, porque lo voy a hacer igualmente.
Hay libros que todo el mundo debería tener en su biblioteca personal: una Biblia, el Quijote, la Ilíada o la Odisea (yo, personalmente, prefiero la segunda), Cien años de soledad, Mujercitas, Madame Bovary (este no me lo he leído aún, pero lo tengo), algo de teatro de Shakespeare, El principito (hay quien tiene más de dos ejemplares), Orgullo y prejuicio o El conde de Montecristo. Este último es de mis favoritos, de modo que me permito añadirlo a esta lista que acabo de crear yo sola y sin ayuda en un momento. De la misma manera que me permito cerrar la misma con Agua y jabón de Marta D. Riezu.
Este libro ha sido un descubrimiento. El nombre de esta newsletter “Cosas que me gustan” viene de mi intento por recopilar aquellas pequeñas cosas cotidianas de la vida que me hacen feliz. Mi amiga S me dijo que escribiese un libro con ellas (estoy en ello) y mi amiga C me ha dicho que empiece a publicarlas por aquí (te vas a tener que esperar al libro). No obstante hay algunas cosas que sí que puedo permitirme divulgar en esta insignificante newsletter y una de ellas es la manera en la que la autora logra hacer de cosas de toda la vida, cosas que a priori parecen insignificantes elegantes y mágicas. Por ello quería recopilar en unas líneas mis frases favoritas. Frases en las que se hace mención de “la elegancia involuntaria”, quizás incluso expresiones que me parecen fascinantemente seductoras como lectora, que son dotadas de la magia de nuestro lenguaje. Quisiera recopilar en esta pequeña entrada las que me marcan como persona. Espero, por esto, que no esté haciendo un spoiler del libro y que en su lugar, lo único que esté desvelando, sea un poco más acerca de mí misma.
La admiración es una barrera. La complicidad respetuosa, en cambio, lo convierte todo en un juego.
Mil y una veces habré dicho que en una relación hay que ser cómplices. Si bien es cierto que hay que admirar a la pareja de uno, no sirve de nada poner a la otra persona en un pedestal: modificar la balanza, desigualar las reglas. Me encantó esta frase cuando me paré a pensar en que las relaciones, así como la vida, no son más que un juego. Uno del que debemos disfrutar los dos a partes iguales. No es tarea sencilla.
Quien bien nos quiere se fija en lo que nos gusta, pero quien nos aprecia de verdad memoriza lo que detestamos. Para ahorrárnoslo, sobre todo: pero también para esgrímanlo en un momento tenso y hacernos reír.
Qué importante es la risa. Lo ha sido siempre. Los momentos de tensión se ven siempre anulados por ella. Qué importante es rodearse de personas que te quieran bien, que te sepan hacer reír en estos momentos. Una agudeza puntual que haga referencia a la persona que somos, para que nos riamos con ellos de nosotros mismos. Eso sí que es mágico.
Abrirse en canal, meterse en líos.
Sentimientos encontrados, a decir verdad. Siempre he dicho que hay que decir las cosas, todo lo que uno siente y piensa. No obstante a medida que crezco y avanza la vida veo que no es eso del todo cierto. Decir todo lo que uno siente y piensa te puede meter en líos muchas veces. Hay que andar con cuidado. Saber con quién estás hablando y qué le estás contando —o qué pretendes—.
Es necesaria una sensibilidad especial para acatar la etiqueta de adjunto.
Tengo varios amigos que no sabrían no ser protagonistas. Complejo de main character, así lo ha bautizado la generación de Tik-Tok. Hablan demasiado alto, envueltos siempre en un yo-yo-yo, les gusta llamar la atención y ser el centro de las miradas. A mí, en cambio, me gusta mirar y prestar atención a los que se quedan apartados. Los que no tienen afán de protagonismo alguno, los callados. Los que no opinan demasiado alto ni se esmeran en contar sus historias de forma que se les añada valor. Lo discreto siempre vale más, pero no todo el mundo vale para ser discreto.
Lo urgente es lo pequeño.
Esto me recuerda a un episodio que me fascinó del podcast de Javier Aznar, en el que se habla del amor por hacer las cosas bien. Escuchadlo. Creo que esta frase resume aquel capítulo a la perfección.
Cuidar lo cotidiano, porque es lo que tenemos más cerca.
¿Cuántas veces damos por hecho las cosas cotidianas? El puré de patata de tu padre o las croquetas de tu abuela. La chica que viene a casa a limpiar. Las ventanas abiertas ventilando la casa o las botas de cuero recién limpiadas. Si no cuidamos nosotros estas cosas, ¿quién lo hará? Y lo más importante: ¿qué será de nosotros si no las cuidamos? ¿En qué nos convertimos?
Es fácil florecer si uno se rodea de personas brillantes e inflexibles, personas con las que no hay más remedio que intentar igualar su ritmo.
Qué importante rodearse de personas que te hagan querer ser mejor. Últimamente disimulo poco. Me cuesta quedarme en lugares “poco nutritivos”, que tengan poco que ofrecer. Me siento cohibida por lo mundano. Veo que me rodea allá donde mire y no me gusta. Busco vías de escape constantemente: hablar de arte, libros, toros o política. La gente que no sabe evade estos temas de conversación y se los lleva a su terreno: cotilleo vulgar y aburrido, programas de televisión vacíos de significado, horas echadas a perder. Hay que perseguir el ritmo de los que son más que nosotros. Hay que llegarles a la suela de los zapatos, o por lo menos intentarlo. No ser parte del rebaño, tú no.
Nuestra relación con los regalos dice mucho de nosotros.
Supongo que todos hemos aprendido a base de observar a nuestros mayores. Mis padres siempre invitaban a sus amigos y a mi (cuando me lo permite mi bolsillo) me encanta invitar a los míos. Quizás aún no he llegado a pagar la cena entera de todas mis amigas con dinero que haya ganado yo sola, dadme tiempo. Pero una cerveza o un aperitivo lo he hecho encantada. Lo que me ha parecido siempre —y me sigue pareciendo— complicado, es ser invitado. El “no, de verdad, pago yo” que precede a la invitación, la sensación que te deja en el cuerpo que te regalen algo que no te esperabas. ¿Qué dice de nosotros? La ruindad reluce más que nunca en estas ocasiones y después de leer esta cita empecé a fijarme en la manera en la que las personas se dejan invitar y reciben los regalos. Sus caras, sus gestos. Su forma de ser. Todo suma, pero puede llegar a restar. Cuidado.
La pulcritud y la compostura no tienen ideología, ni van ligadas a la renta ni al apellido ni al cargo.
El wokismo está de moda, o eso dice siempre mi amigo P. La verdad es que cada vez veo con más frecuencia a gente que defiende que la indumentaria no es necesaria para decir quién somos. Al contrario: la indumentaria lo es todo. Cuando aplicas a un puesto de trabajo no solo te piden tu CV, también una carta de presentación. Se quiera o no, la manera de presentarse a los demás es la forma básica de crear una primera impresión. Por mucho que nos lo cuenten de otra manera en redes sociales o en los informativos diarios, uno debe ir siempre aseado por la calle. Denota amor al prójimo. Conlleve lo que conlleve. Las formas; hay que mantener las formas. Uno no puede perder el respeto ante un desconocido. He visto a amigos tratar de “tú” a camareros, en lugar de usted. El servicio no merece menos formalidad por el mero hecho de ser servicio. Nada que ver tiene todo esto con izquierda o derecha, con progresismo o conservadurismo. Tiene que ver con la educación, carente en la sociedad del siglo XXI a todas luces.
La rutina es una lucha constante de puesta a punto.
Las sabanas bien estiradas. Las toallas del baño colocadas a la perfección. La cocina deslumbrante, cada olla en su sitio en todo momento. La nevera que parezca de anuncio y ningún cojín fuera de lugar. Son cosas insignificantes, pero que marcan la diferencia. En casa nos reímos porque mi madre tiene tendencias de T.O.C., pero no se lo han diagnosticado (aún). Mi hermana C va en camino. No obstante, y aunque a mi hasta ahora me llamaban menos la atención estos detalles rutinarios e insignificantes, ahora me voy dando cuenta de que su cuidado implica el nuestro. Mantener una rutina, fijarse en lo pequeño y enfilar hacia la perfección son la manera de perfilar, afinar y pulir la persona que somos y en la que queremos convertirnos.
Lentitud de glaciar
Qué elegante forma de desaparecer tienen los glaciares. Soy una persona muy impaciente: lo quiero todo rápido y lo quiero todo bien. Imposible. La paciencia es mi recurrente trabajo y, aunque me cuesta mucho, intento verla como una virtud que seré capaz de alcanzar. Algún día. Todo intento tomármelo con “lentitud de glaciar”. Todo a su tiempo, sin prisa, sin adelantarse a los acontecimientos.
Cuando alguien da una información empezando así: “Se conoce que…”
En casa siempre nos hemos reído de esta última: es la coletilla de mi Abuela. Siempre que la pronuncia mi hermana y yo nos miramos de forma automática y sonreímos. Siempre que otro miembro de la familia la dice nos volvemos a mirar como diciendo: “se lo ha pegado la Abuela”. Me es una frase repleta de ternura y sencillez. Le mando un beso desde aquí. Los besos callados, los que no se llegan a dar pero se piensa en. Eso también es —para mi— elegancia involuntaria, como dice la autora.