Guardo un nítido recuerdo del día que murió Amy Winehouse. Era verano, bajábamos los cinco a Islantilla, apretados en el Land Cruiser de Papá. Dieron la noticia en la radio, o quizás fuese la voz de mi madre la que asestó el golpe. Inmediatamente, a la carta —y puede que aquí me falle la memoria porque no sé si Spotify y similares funcionaban en 2011 como lo hacen ahora; quizás fuese en YouTube, o directamente introduciendo en la ranura un CD que nunca jamás he vuelto a ver— mis padres reprodujeron You Know I’m No Good.
Me acuerdo bien del día que murió Amy Winehouse porque fue el día en que la conocí. Siempre me pasa lo mismo: reparo en las virtudes de otros únicamente cuando ya no están. Entonces el surco, la estela, la huella sólo se intuye, se siente dentro, como ese cosquilleo que desencadena la intuición, pero no se respira ni se experimenta como se viven las cosas que nos son contemporáneas porque no se puede mirar lo que queda atrás con la misma precisión con la que vigilamos lo que nos acompaña.
Supongo que si hoy vuelvo a pensar en la cantante de Londres es porque fue la primera vida que se me cruzó sin que yo la viera, como una estrella fugaz, siempre sonando de fondo, pero nunca en primer plano, nunca protagonista; siempre oída, pero nunca escuchada. Me consta que Amy Winehouse fue la primera artista que, cuando murió, logró que se me encogiera el estómago. Pensé, “qué joven”, y me daba miedo llegar allí, a los lejanos y entonces aparentemente inalcanzables 27 (já), a la edad adulta cuando, en realidad, adulto nunca se es y uno se pasa la vida caminando de puntillas por el mundo, sigiloso, atento, casi quietito, procurando no romper nada, ni siquiera a uno mismo.
Liam Payne murió ayer —o antes de ayer, a estas alturas no me importa el huso horario— y me acordé de Amy Winehouse. Pero no por joven ni por muerto, ni siquiera por drogadicto; convergieron en mi cabeza porque con la muerte de ella comenzó mi madurez y con la de él se acaba.
Ya sé, ya sé. He dicho que nunca se es adulto del todo: de eso sigo convencida. Pero siempre hay un momento en el que se deja de crecer, en el que la ingenuidad infantil, o adolescente si me apuran, se agota, en el que la niña vuelve a la jungla de ladrillo y hormigón por mucho que en la isla del tiempo detenido y los recuerdos se esté mucho mejor. Siempre llega ese momento, uno en el que la realidad se inmiscuye por la ranura inferior de la puerta como una brisa de aire frío, gélido, de esas que te hacen levantarte de la cama para ver de dónde viene e intentar taponar toda grieta. Porque ese frescor es insoportable, como un soplo helado donde el cuello colinda con la mandíbula: te hace retorcerte, aplicar calor con las manos, cerrar los ojos, tiritar. Pero hay un día, sólo uno, en el que te das cuenta de que no puedes cubrir el hueco con nada. Y el frío entra, hasta el fondo, aterrador. Sobre todo porque el abismo que viene después sólo se puede conocer del todo cuando estás suspendido en el aire y observas el desplome en el instante antes de caer. Y claro, uno siempre vive sin saber qué viene después.
Poco antes de que muriese Amy Winehouse nuestro profesor de música en el colegio organizó un concierto temático, solía hacer varios (recuerdo con ternura uno navideño en el que descubrí A Winter’s Tale [Why should the world take notice of one more love that’s failed?], de David Essex, pero aquel año yo era bastante más mayor). Sería 2010, o 2009, y tocaron canciones de los Beatles. Puso los bancos de madera como si hubiese dibujado un hexágono a la mitad y allí nos colocamos todos los alumnos. Con una especie de espasmo se abalanzaba sobre el piano en los ensayos y tecleaba los primeros acordes de Ob-La-Di, Ob-La-Da.
Siempre que pienso en la muerte de Amy Winehouse, inevitablemente pienso en la mía. Porque los aparentemente inalcanzables 27 (já) ya no están tan lejos y porque la perpetua incertidumbre que nos rodea se vuelve un poquito más cierta cada vez que la vida de un famoso con el que he crecido se esfuma. Sé que será mi vida la que pase como un meteorito por los ojos de otros, sé que será la mía la que un día se desvanezca. Esa es la única certeza. Bueno, esa, y que quiero que me entierren con Ob-La-Di, Ob-La-Da. Porque si hay que irse, mejor hacerlo alegremente, sin ataduras ni pesares. Haciéndoles a los demás algo más ligerita la ya de por sí dura tarea del adiós.