“No todo pasa por algo; a veces algo pasa por nada, pasa porque pasa”.
Manuel Jabois, Mirafiori
Cuando eras pequeño y te reñían tus padres, o cuando no te dejaban salir a ese lugar que estaba de moda, o cuando te prohibían, sin motivo aparente, pedirte el Calippo a la hora del aperitivo; le buscabas una razón, un porqué que lograse cesar —a veces quizás de forma inconsciente— ese insistir implacable e infantil. El ser humano tiende a buscarle explicaciones a todo. Una razón, una causa, un fundamento lo suficientemente verosímil como para aceptar que las cosas son de la forma que son y poder seguir adelante con la vida. Eso que a mis amigas les gusta llamar closure y que a mí se me resiste tanto. A veces resultaría más sencillo coger un poco de aire y seguir caminando, sabiendo que no todo tiene que significar algo. Resultaría más sencillo, pero nunca lo es.
Hablaba de esto, en cierto modo, con algunas amigas hace unas semanas cuando, de súbito, de un día para otro, el novio de mi amiga E la deja, sin razón aparente, desestabilizando a mi amiga por completo, que no se lo veía venir:
—Llevamos una semana estupenda, y de repente, como si nada, me deja.
—¿Quizás se ha agobiado?—razón número uno, propuesta por mí.
—¿Se habrá liado con otra?—razón número dos, propone M.
—No sé… Todo es muy raro—concluye ella, y todas asentimos al unísono, incapaz de explicarnos el porqué y quedándonos en silencio rumiando aquella situación por si podíamos encontrar la llave que cerrase aquella puerta, para que E pudiese dormir tranquila.
Update de la historia: él vuelve (siempre vuelven). Y da sus razones, aunque haya sido dos semanas después. Unas razones que mi amiga —y todas nosotras— necesitó desde el minuto cero para poder cerrar —de así haberlo querido— ese capítulo.
Ahora bien, yo me pregunto: ¿qué haces cuando no hay razones?¿Cuando no encuentras nada, absolutamente nada que te consuele? Hay situaciones en esta vida que no se pueden explicar. Me recuerda un poco a eso que contaba antes, cuando eras pequeño y te reñían, prohibían o impedían ir a algún lugar, y tú exigías (porque te creías súper mayor con dieciséis o diecisiete) que te dieran una razón válida. Válida, ¿para qué?¿Para no pegarte el berrinche que te ibas a pegar igual? Un berrinche que te llevabas a tu cuarto de polizón porque, en la mayoría de los casos, tus padres zanjaban el asunto con un: “Porque lo digo yo y punto”. Con un porque sí.
¿Se puede avanzar sólo con eso? Ante aquellas situaciones, ante ese decreto autoritario de tus padres —muy frecuente, en mi caso—, nunca dejaba de apetecerme el Calippo, como tampoco dejaba de apetecerme salir. Y esa situación, dentro de lo malo, no era la peor, puesto que, al menos, tenía alguien con quien enfadarme. Podía dirigir la rabia de mis berrinches y mis enfados hacia alguien, hacia algo: había objeto (o sujeto paciente). Pero, ¿puede uno enfadarse con la vida cuando nos atesta el golpe del porque sí? ¿Y cómo se encaja ese golpe?
Habré podido hacerme todas estas preguntas millones de veces, ante situaciones muy distintas: cuando encuentran alguien mejor que tú para ese puesto de trabajo, cuando se acaban ciertas etapas de la vida antes de lo deseado, cuando se apaga el destello de una amistad, o cuando la ilusión que antes te provocaba esa persona se extingue sin previo aviso. Y los porqués, las dudas, los temores y recelos, el desconcierto y la desorientación comienzan a llenar tu mente como si de una piscina vacía se tratase, comienzan a fluir a través de un grifo de preguntas que no se cierra nunca y que, aunque se intente sellar, sigue goteando pasado el tiempo. ¿Por qué sigue goteando?¿Por qué no soy capaz de pasar página? Simplemente, porque sí.
Había dos frases que le encantaban a mi amiga L: “Si tiene que ser, será” y “Todo pasa por algo”. Yo no las he podido detestar más. Y las detestaba, precisamente, porque indicaban que mi vida no estaba en mis manos, que no llevaba yo las riendas, que no podía controlar nada de lo que me ocurriese. Y qué rabia da no saberse dueño de la vida de uno: casi tanta como no encontrarle explicaciones a ciertas cosas. Y a veces le damos estas dos explicaciones a las cosas por nuestra cuenta, o les adjudicamos un motivo —aunque no sea el motivo— con el simple fin de pasar página. En ocasiones, incluso, ni ese pretexto inventado nos sirve, porque quizás sabemos, en el fondo, que no se adhiere a la realidad. Quizás esperamos, de forma instintiva y, tal vez, pecando de insensatos, que la razón sea otra que nos complazca más, que indique que la historia dará un giro a nuestro favor.
Pero la realidad es otra y cuando una historia termina, por mucho que le peguemos páginas al libro, no significa que continúe. Y en esta vida las cosas se acaban porque sí. Las cosas suceden porque sí. Sin razón, sin porqué, sin explicaciones. Y nos toca avanzar con eso, por mucho que duela, por mucho que nos cueste comprender, por mucho que no estemos preparados. Ya no sirve encerrarse en nuestro cuarto con la pataleta, como tampoco sirve tirarse en la cama a llorar ni dar un portazo que resuene hasta en el quinto. Hay que seguir. Porque sí. Esa es la única razón.
Precioso ✨