A propósito de la muerte de Jaime de Armiñán rescato esto que escribí y nunca publiqué. Estoy tirando mucho de archivo últimamente, soy consciente. En su momento pensé que no merecía la pena, que por qué habría de comentar y compartir algo tan banal.
Tengo anécdotas que merecen historias; o quizás haya protagonizado historias que deberían quedarse sólo en anécdotas. El caso es que ya es un hábito que redacte mis batallitas y las condene a galeras: a los borradores de este blog. Hay una larga cola esperando; muchas de ellas nunca verán la luz. Últimamente, alguno de estos posts ha tenido suerte, y lo he escogido como se escoge al último niño de la clase para conformar un equipo de fútbol. Con dudas, con miedo a que sea malo y perjudique al equipo.
Me animo a compartir ésta porque recientemente he leído a Gregorio Corrochano: «el periodista escribe cada día, sin darse cuenta, sus memorias y las de los demás». Desconozco si atino a escribir sobre lo segundo —no lo creo—, pero quizás lo primero aporte algo, un atisbo de luz, sobre las cosas que uno debe hacer (o no). Quizás mis meteduras de pata resulten divertidas. Quizás esté especulando demasiado.
Así que allá van mis naderías, espero no aburrir demasiado.
El mes pasado conocí a Juncal. “Juncal pudo haber sido el torero más importante de su tiempo, pero una cornada lo ascendió a otro estatus, el del último gran pícaro de la tradición literaria española”, reza la sinopsis del libro adoquinado de Jaime de Armiñán. El mes pasado conocí a Juncal como si la Nancy de Ramón J. Sender se hubiera reencarnado en mi persona.
Me escapé a Écija del brazo de madre. El sol que radiaba era del tipo estival, del que quema y para el que se recomienda protección. Bendito sur. Aparcamos a la primera, cerca de la plaza. Tenían nuestras entradas en taquilla, había que ir a por ellas. Entre las rejas se asomó un rostro que no tardó en extender una mano que requería el dinero en efectivo. No tardó en alzar la ceja cuando alegamos no tenerlo. No aceptamos tarjeta, dijo. Quizás no tan bendito, el sur.
Paseamos calle abajo, siguiendo la ruta —confusa— que el buen hombre de la taquilla nos había indicado. Paramos a dos personas más de camino. Serían las dos y media de la tarde y el viaje había sido largo, aunque no demasiado. Por el camino nos acordábamos de los veranos de hace más o menos diez años. Los veranos de Cádiz, de atún de almadraba, de la playa La Fontanilla, de esos que testifican los vídeos mal grabados de aquella cámara gris diminuta que compró Papá. A la sombra hacía frío, así que nos situábamos como lo hacen los girasoles: según dónde diera el sol en la calle.
El cajero miraba de frente a una fuente preciosa, sin agua. Al fondo de la calle dos bares atestados. El tramo entre nuestra ubicación y ambos locales se estiraba a causa del hambre. Cuando tuvimos el dinero entre las manos nos acercamos a ellos con ganas de flamenquín y un vino. Lo único que nos comimos fueron las ganas porque estaba todo tan lleno que nos fue imposible encontrar hueco ni persona que nos hiciese el mínimo caso. Pues sin comer, decidimos. Ahora bien, aquella sed sahariana había que remediarla.
Volvimos a subir aquella calle. Cruzamos la pequeña placita y bordeamos el estanco. Antes de llegar a la plaza, caminamos bajo un hombre que fumaba apoyado en su balcón. Buenas tardes Enrique, voceó desde su altillo. Buenas tardes Manué, voceó el saludado desde la acera contraria. Intercambiaron un par de palabras más, aunque no las recuerdo bien. Comentábamos el encanto que tiene esa costumbre de saludar al que pasa por la calle desde el balcón: tan española y tan poco madrileña. Tan poco nuestra.
Nuestro paseo fluyó hasta las inmediaciones de la plaza. Pero, poco antes de llegar adonde nos esperaba nuestro acreedor, aquel hombre nos dirigió unas palabras. Ustedes van a la plaza, ¿verdá? Unas frases simpáticas después, nos vimos acompañadas de Enrique Fernández ‘El Arriero’, matador de toros astigitano. El Arriero vestía un traje engalanado, con corbata rojo muleta y un pañuelo a juego en el bolsillo izquierdo. Sus zapatos abetunados estaban pulcros y relucientes; el pelo canoso repeinado. El Arriero era Juncal, o Juncal quizás fue El Arriero. Mi única certeza es que Armiñán creó al personaje con la misma verdad que se expone sobre el ruedo, con la misma verdad con que se nos presentó aquel astigitano.
Caminamos por la calle que culminaba en el bar Domingo, también hasta la bandera. No os preocupéis, decía el hombre, que os presento al dueño y os pone una mesita al sol. Me sentí extremadamente guiri en ese momento, no sabría explicar por qué. Quizás el punto álgido de este sentimiento fue cuando el citado dueño se llevó las manos a la cabeza ante la petición de nuestro amigo y nos decía: ¿¡Hueco dónde!? Si no quepo ni yo entre las mesas. Enrique Fernández ‘El Arriero’ nos miraba, esperando que dijéramos algo. A la barra, a la barra, decidió mi madre. A la barra fuimos, a curar la sed. Un fino para cada una y una sin alcohol para el lugareño que nos había acogido.
Mientras ella se encargaba de conseguir algo de bebida, yo intentaba darle algo de conversación al matador. Y digo que intentaba porque confieso —no sin mucha vergüenza— que de cada cinco palabras que me decía el hombre, yo sólo entendía una.
Me recordó un poco a la tarde en que conocí al novio de C. frente a la Taberna Cazorla. Allí me planté, junto a mi amiga jerezana, a conocer a su novio jerezano y a sus veinticinco amigos jerezanos. Nunca en la vida he estado tan callada en una conversación. Además de que padezco (y padecer ya es mucho decir) del oído izquierdo, y de que sus voces se sobreponían las unas sobre las otras de manera que me resultaba imposible saber quién decía qué, descubrí que tengo un cate en acento andaluz. No era que no entendiese el tema de conversación —que según el momento, también—; era que aquello fue como estar en una conversación entre serpientes. Todo eran seseos y palabras sin acabar. Me ha salido una arruga junto a la ceja izquierda de tanto fruncir el ceño; he sido marcada de por vida. ¿Por qué no habrá un diccionario (en modo podcast me resultaría más útil, quizás) que recoja esa variedad de nuestro idioma que se habla de Despeñaperros para abajo? C, amiga, si me lees, ponte a ello y hazme el favor.
Fuera de bromas, lo peor de aquello fue cuando, llegado el momento, comenzaron a hablar de caza. Motivada, motivadísima, creí controlar un poco, así que afiné (más, si cabe) el oído. Con el ceño todavía más fruncido —de ahí mi hierra—, y una sonrisa (para no parecer antipática) capté la sintonía de la conversación. Comenzaron a hablar de ‘el viso’: de verlo, tenerlo en cuenta, rebasarlo, alejarse de él… Me resultó raro, pero no dije nada.
Nota importante: yo pensaba, por el acento y esas cosas, que estaban hablando de ‘el bicho’ (el bisho), ¿qué bicho? No sé, pero entre mi oído defectuoso y la barrera lingüística, iba tan retrasada en la conversación que pasé la rareza del asunto por alto. No recuerdo bien qué dije para intervenir en aquella conversación pero sí recuerdo que se rieron mucho de mí. Luego, en la cena, rematé la faena diciendo que una bodega concreta y muy conocida de vinos de Jerez era cutre y ya con eso, claro, cavé mi tumba. Aprendí que si no entiendes (al que te habla), mejor callar.
Regresando a Écija: adopté la máxima de sonreír y asentir. Madre estaba ocupada asaltando la panera de nuestros vecinos de barra y yo mientras, trataba de darle conversación al Arriero. De vez en cuando le hacía alguna preguntita suelta, pero no entendía las respuestas que me daba. Me presentó a un rejoneador —no capté su nombre—, me habló de la mujer con la que se casó —tampoco entendí demasiado bien la historia—, me hablo de su trayectoria sobre el ruedo —sigo sin tener claro si fue matador o si se quedó en novillero con picadores (quizás, incluso, fuera sin)—. A veces me pregunto si la incomprensión se nota en la cara. Parece que no. Pero me reí mucho, porque el hombre sonreía y a mi se me pegaba. Se desternillaba y yo me contagiaba. Se le hinchaba el pecho de orgullo cuando contaba sus batallitas y a mi me hacía ilusión que las compartiese conmigo y con mi madre (cuando ya se hizo una amiga, consiguió que la atendiesen y regresó a mi vera).
Nadie diría que los veranos de mi infancia transcurrieron en playas gaditanas ni onubenses. Si mi memoria fuese mala (peor de lo que ya es) no lo diría ni yo. Parece que mi oído —el único que funciona— ha perdido práctica. El protagonista del libro que estoy leyendo cuenta que de joven en las tertulias se dedicaba únicamente a escuchar, a entrenar el oído. Quizás deba emprender yo esa ruta. Así, si me vuelvo a cruzar con algún Juncal —los jerezanos de la anécdota ya me habrán hecho la cruz, a estas alturas—, por lo menos, podré enterarme de algo.