Se estrenó hace poco La sociedad de la nieve. No la he visto. No es que no me apetezca, porque las críticas sólo son excepcionales y llevo un tiempo sin ver buen cine. Tampoco es por la crudeza que pueda exhibir —mi amiga B, por ejemplo, dice que las escenas de canibalismo le generan rechazo—, ni por pereza, ni siquiera por mi miedo a los aviones —que es descomunal—. La razón es bastante peor: va a ser un espejo en el que no me quiero mirar.
Todavía no he ido a verla, ni me he abalanzado sobre el mando de la televisión ahora que está en Netflix, porque pertenece a una categoría de películas que me dan muchísimo vértigo. A este grupo de películas pertenecen las que, durante el tiempo que dure y, quizás, también después, provocan que el espectador se pregunte «¿Qué harías tú en esa situación?».
Puede que parezca infantil o simple, pero va algo más allá de eso. Me serviré de otro ejemplo que sí he visto: Los juegos del hambre. Jennifer Lawrence se ofrece voluntaria para que a su hermana no la maten —porque lo más probable es que la maten— en una descarnada competición… No voy a ahondar en la historia. El caso es que cuando salió y leí el libro —resultará ridículo, pero mis padres no me dejaron leerlo hasta pasados unos años de su publicación—, yo tendría unos 15 y no hacía más que preguntarme si yo haría algo así por cualquiera de mis hermanas pequeñas. La respuesta más lógica es que sí, de forma evidente. Siempre pensé que sí. Luego salieron las películas y la historia cambió. El sonido del momento, de la escena, no es sonido sino silencio. Un silencio ensordecedor que taladra un agujero, cada vez más grande y más oscuro, en tu cabeza. ¿Lo harías? ¿Darías, de veras, tu vida?
Empecé a pensar que quizás no dijera que sí de forma tan rotunda como lo hace ella. Quizás me hubiese costado lanzarme a la arena. Quizás, incluso, llegué a pensar que no lo haría de ninguna manera, ¿cómo? Si me daba miedo morirme. Me sigue dando miedo. Y claro, ¡qué horror! ¿Qué tipo de persona no daría su vida por una hermana menor? Por un hermano, punto. ¿Qué tipo de persona cobarde y miserable no daría la vida —que al final era eso— por un hermano? Ahora, casi con diez años más, mi postura cambia, mi decisión sería distinta. Quizás porque me vea, ahora sí, capaz de sobrevivir. Pero esas dudas, ese zumbido molesto y acusador sigue delatando lo cobarde que fui, aunque solo fuese durante dos horas y veintidós minutos, en un momento dado y muy concreto de mi vida. Pero, ¿qué tipo de persona es así?
Lo comentaba hace unos meses con mi madre. Con este preciso ejemplo. Sentadas en un restaurante, le explicaba que me daba mucha vergüenza —de la horrible, de la que hace que quieras enterrar tu cabeza en la arena como un avestruz y no sacarla de ahí nunca más— haberme llegado a plantear si daría o no la vida por una de mis hermanas en esa situación. Me da hasta vergüenza ponerlo por escrito. Siempre, todo el mundo comentaba que ellos, por supuesto, sin dudarlo ni un segundo, darían la vida, su vida, se sacrificarían. Y yo me hacía pequeña, mínima, por cobarde, por dudar.
La sociedad de la nieve, intuyo, es exactamente así. No sólo es una historia de superación y supervivencia; es un espejo. El tipo de espejo tan detallado, de sentimientos tan crudos y tan humanos que te enseña el miedo y la incertidumbre en su naturaleza más exacerbada. Una historia con la que empatizas hasta el punto de dar gracias a Dios, creyente o no, por no haberlo vivido. Por haber tenido la fortuna de no ser ellos, de no ser ellas, en el caso de la primera película. A veces me tranquiliza pensar que, quizás sería peor ser capaz de ver la película sin que te de ese vértigo, sin que te puedas imaginar en esa situación. Pero, ¿qué es realmente peor: ser impasible o ser cobarde? La impasibilidad, en esos casos, ¿llevaría a alguien a dar la vida por un amigo? ¿O lo llevaría, en cambio, a ser egoísta, al «sálvese quién pueda»?
No me gustan este tipo de películas porque la decisión que debes tomar siempre es evidente. Todo el mundo sabe cuál es la decisión correcta. Siempre. Los protagonistas, salvo contadas excepciones, siempre suelen tomar la decisión moralmente correcta. A veces les cuesta más, a veces menos. A veces, fijaos, les cuesta la vida. Y la dan, así, como quién no quiere la cosa. Como si no valiese. Y no digo que la mía valga más que otra, pero vale. Algo, por mínimo que sea; a mí me vale lo suficiente como para aferrarme a ella hasta el último suspiro. Y en las películas no suelo ver ese sentimiento reflejado. Todos son valientes, todos se atreven, se sacrifican. ¿Por qué yo no soy capaz? ¿Por qué yo no puedo ser así? Quizás insista mucho en este punto porque, efectivamente, le tengo pavor a morirme. Es uno de mis miedos; el miedo. Y, por eso, tampoco me gusta volar.
Pero, regresemos, ¿cómo se soporta el dolor que a veces conlleva el hacer lo que uno debe? Y ahora no hablo de dar la vida por amigos ni hermanos. Hablo de las decisiones genéricas. De las cosas más normales, cotidianas. Me voy a El adversario, de Carrère (súper cotidiano, vaya). Cuando Luc se entera de que su amigo Romand, es un bellaco mentiroso y asesino despiadado, su mundo colapsa, se bloquea. ¿Qué hacer? ¿Cómo estar junto a tu amigo cuando resulta ser un monstruo? Pero, sigue siendo tu amigo ¿no? ¿Cómo te alejas —que es, obviamente, lo que debes hacer— de alguien a quién guardas tanto cariño?
De vuelta a los Andes, he leído muchísimas críticas, todas buenas. He leído, sobre todo, opiniones como las siguientes:
Pero me entra ese vértigo. ¿Me acercaría al tipo de ser humano que se homenajea en esta película? ¿Sería capaz de dar la vida por mis amigos? ¿Sería valiente o sería una cobarde? ¿Estaría a la altura? Me resulta inevitable compararme con todos estos personajes de ficción y personas reales. Muchos quizás ni lo hagan. Pero con este tipo de películas, las películas espejo, es inevitable.
Lo cierto es que, en ocasiones, mirarse al espejo da miedo. Es como afirmarse a uno mismo lo que no quiere oír. Como cuando debes dejarlo con el tóxico pero te da palo y entras en esa espiral de la que sólo tú puedes sacarte. No lo haces, no dices lo que necesitas oír. Y lo cierto es que es distinto cuando lo dicen los demás. Entra por un oído y sale por el otro. Pero decirlo uno mismo, saberse así o asá… Joder, sólo pensar, imaginar, suponer que quizás no darías la vida por algún amigo —uno bueno eh, de los que son hermanos pero no de sangre— ya da miedo. Bueno, y ya ni os cuento una hermana. Dan ganas de no querer mirarse al espejo. Nunca más.
Y quizás me equivoque, aunque espero que la vida no me ponga en la terrible tesitura de tener que comprobarlo. Quizás sí daría mi vida por ellos, por ellas. Ahora mismo, de esto estoy segura, sí que daría todo lo que estuviese en mi mano si me necesitasen. Ahora bien, ¿la vida? Mirando hacia dentro, siendo quién soy ahora, lo más probable es que sí, pero lo haría muerta de miedo. Tanto que quizás muriese por eso antes de poder sacrificarme. Pero me alucina y me espanta a partes iguales que haya gente que a esa pregunta conteste que sí sin titubeos. Y creo, sinceramente, que muchos —no todos— de los que dicen que sí, que darían la vida por un amigo o un hermano en esas circunstancias sin vacilar, sin temer, sin miedo alguno, sin tener estima alguna por su vida, mienten. Y no sé si me impresiona más eso o mi cobardía.
Quizás esté muy alejada de la realidad y esta película no pertenezca, para nada, a esa categoría atroz de películas. Quizás no sea como un espejo, quizás no nos haga plantearnos nada. La verdad, sería una desgracia porque esta reflexión, que no ha sido nada fácil de poner por escrito, no serviría para nada. No sé. Pero me fío mucho del refranero popular y de los dichos. Y siempre se suele decir que la nieve refleja. Habrá que ver.