No cabe ni un alfiler más sobre la tapa del piano que da nombre al Piano Bar de Madrid. Una mezcla curiosa de gente se abalanza sobre el instrumento mientras corea el estribillo de Caraluna, de Bacilos, como se canta el himno del Madrid en el Santiago Bernabéu. Una locura.
Conseguir un sitio en primera línea de combate es sencillo: tienes que seleccionar una víctima. Preferiblemente alguien con una copa por terminar, porque seguramente abandone su privilegiada posición para acercarse a la barra a pedir un refill. El preciso instante en el que tu víctima decide moverse, giras tu cuerpo ciento ochenta grados, metes el codo y te inmiscuyes en la (muy seguramente) disputada localidad. Dependiendo del lugar en el que te hayas colocado —yo recomiendo el costado derecho: más espacio, menos gente—verás más o menos; pero realmente eso no importa. Lo que importa es la música.
Me voy a atrever a decir que yo siempre he tenido un gusto musical increíble, y no porque me guste la música esencialmente buena, que también. Simplemente lo digo porque escucho de todo. Te se ubicar una canción en un segundo y hay muy pocas canciones que no me sepa (alguna de esas soporíferas de Alborán o Manuel Carrasco se me escapan, ya lo siento). El caso es que siendo yo una persona que sabe de música me sorprendió muchísimo la facilidad de los pianistas para tocar absolutamente todas las canciones que les pedían. “Esta de La Quinta Estación” decía una. “¡Taburete, toca Taburete!”, decía otro. Tocaron hasta la marimorena. En el piano. Tenían una capacidad asombrosa que me dejaba, canción tras canción, profundamente sorprendida.
Desde mi codiciado espacio encima de aquella madera caoba empapada por el agua que soltaban las copas miraba al pianista, encandilada ante sus manos prodigiosas. Se trataba de un hombre mayor de pelo corto, vestido con una camisa negra de cuello muy ochentero. La gente le animaba: “¡Vamos maestro!” y él lo daba todo con cada canción nueva que comenzaba. Mi fascinación se vio interrumpida ante un parón repentino en la música. Se sentó al piano un chico joven —un calco de Aleksandr Petrovsky (Sexo en Nueva York, 1990)— que comenzó a tocar como si el garito fuese de su propiedad. Cantaba y tocaba Como te atreves a volver de Morat y el público, enloquecido, le seguía la melodía y aplaudía cuando él marcaba.
Inmediatamente me encantó la idea de que no solo te dejasen un micrófono para cantar sino que también te podías sentar a tocar el piano si querías. Me di cuenta de que no era el caso en el momento en el que busqué al pianista de la camisa ochentera entre el gentío y no le encontré. El chico que ahora estaba con sus manos pegadas al teclado era otro pianista (me acabaría contando más tarde que eran tres y se cambiaban cada media hora).
Desde mi pequeño spot podía observar perfectamente sus expresiones faciales cuando alguien se animaba a cantar. Los músicos son exigentes en lo que a música se refiere. Si entras cuando no debes, mal. Si cantas como no debes, mal. Si la lías recurrentemente, fatal. Decidí grabar con mi móvil las primeras canciones que tocó, sin dejar de mirarlo. Sin ser especialmente atractivo había algo en su persona que me fascinaba. Quizás la manera en la que se desvivía por cada canción o quizás el ritmo que marcaba con la cabeza, no lo se. De vez en cuando me lanzaba alguna miradita, a la cual yo le respondía con un esbozo de sonrisa. Supuse entonces que no estaba de más animarle un poco la noche al chico; después de todo, estar rodeado de embriaguez durante toda una noche (y saber soportarlo) me parecía una hazaña. Miraditas por aquí, sonrisas por allá, incluso se animó a lanzar algún guiño tontorrón. Estábamos entretenidos.
Se animó a agarrar el micrófono una chica pidiendo Valerie, de Amy Winehouse y Mark Ronson. No daba una. Veía a mi amigo, el pianista, sufrir cada vez que la chica se equivocaba con la letra o se adelantaba y le obligaba a reconducir la canción. A veces parecía que los ojos se le iban a caer. Evidentemente, siendo yo una persona musicalmente dotada y a la que también le fastidian estas cosas, me reía a carcajadas ante las caras de mi amigo. Él conmigo. En una de estas optó por interrumpir a la chica que cantaba acercándose a su micrófono y diciendo divertido: “Eh tú, no te rías…”. Más carcajadas por mi parte, me dolía la cara de tanto reírme. Rápidamente terminó su turno y se marchó. Fin de la diversión.
Tan rápido como me olvidé de su performance y comenzamos a cantar otra canción, apareció a mi lado. “No para de mirarte” repetía B, animada ante la posibilidad de que yo le hubiese podido gustar al pianista. Efectivamente, no tardó mucho en acercarse y lanzar algún vacile fácil que nos permitiese entablar conversación y como no hay nada más divertido que dar bola, le seguí el juego.
Estuvimos hablando buena parte de la noche: me explicó cómo había acabado trabajando en aquel bar, cómo funcionaban los turnos, que había noches en las que se le hacía largo y no se lo pasaba bien (me sorprendió)… Muchas confesiones para contarle a alguien que conoces de hace cinco minutos. Me hacía gracia que de vez en cuando intentase ligar acusándome de mirarle constantemente. “Eres el pianista del Piano Bar. A lo que hemos venido es a mirarte”, decía divertida yo. No se quedaba callado ante mis pequeños vaciles y salía airoso, casi siempre, de ellos con alguna respuesta ingeniosa. Para ello, en la mayoría de las ocasiones hacía alusión a mi “preciosa sonrisa”, cosa que provocaba que me riese aún más. Siempre ha sido un cumplido fácil que gusta a todas las mujeres.
La verdad es que la conversación era muy entretenida, teníamos cosas de las que hablar. Regresó al piano para dedicarme Rayando el sol de Maná. Me hizo gracia cuando me miró cantando “Es más fácil llegar al sol que a tu corazón”. No era del todo mentira. Era la primera vez que me dedicaban una canción en ese plan, y aunque no fuese Bono de U2 ni Bruce Springsteen me hizo una tremenda ilusión. No obstante hay veces que ni hasta los actos de amor más grandes logran conquistar al corazón que buscan. Siempre ha sido eso cuestión de suerte, aunque nos cueste admitirlo.
Cuando dan las doce en el reloj llega el momento de marcharse. Nosotras aguantamos un poco más, decidimos marcharnos a las cinco. Mi pobre pianista, que me había pedido insistentemente que le esperase a que terminase de trabajar, se quedó Clavado en un bar (concretamente en el piano del mismo) mientras yo esperaba fuera a que llegase mi VTC. Parece ser que las canciones de Maná le vinieron al dedo.
A veces la música es una estupenda narradora de situaciones que vivimos en nuestro día a día, o una respuesta acertada a las mismas. Sea como fuere, me encantó sentirme como en una película durante algunas horas: mientras él tocaba y me miraba cantando las letras de mis canciones favoritas yo podía ser simplemente una chica en un bar. La chica de la sonrisa enorme, como él decía. Quién sabe, igual tengo algo de suerte y algún día me escriba una canción. La historia sería —por primera vez— al revés, y no me importaría en absoluto.