En toda mi vida he conocido únicamente a un apasionado de las bandas sonoras y por suerte, me pude contagiar de su pasión y hacerla mía. R estaba obsesionado con ellas, le fascinaban. Recuerdo todas las playlists que tenía : las mezclaba por géneros de película, por sentimientos evocados, por compositores, por complejidad o sencillez… Había construido todo un culto a las bandas sonoras y yo me había inscrito sin dudarlo. No obstante mis capacidades melómanas (por entonces limitadas) no me permitían escuchar este tipo de música más que cuando estaba estudiando, para rellenar el silencio.
Confesaré que recuerdo la temporada de exámenes de mayo de segundo de carrera insufrible por culpa de esta costumbre. Se debía, principalmente, a que tenía los clarinetes de Bright Eyes (Watership Down, 1978) resonando en bucle en mi cabeza constantemente. Siempre el mismo tramo, la misma nota. El silencio había desaparecido en mi vida, no había momento que no tuviese su propia banda sonora; en mi cabeza siempre había ruido. Beautiful that way de Ajinoam Nini también tuvo su momento protagonista en cuarto de carrera; acompañada de Only the beginning of The Adventure de Harry Gregson-Williams (la canción más conocida de la banda sonora de Las crónicas de Narnia, 2005), que se turnaban para inundar mi cabeza con melodías entrañables y tranquilizadoras que, como consecuencia, acabaron en el cajón de canciones detestadas.
El problema residía en que tras aquellos meses intensos de estudio, si mi cabeza escuchaba algunas de esas melodías las relacionaba de forma inmediata con conceptos como ‘biblioteca’, ‘estrés’, ‘apuntes’, ‘cansancio’ o —la sentencia de muerte de mi amor por las bandas sonoras—, ‘falta de tiempo’. Por suerte, alguna se salvaba: en mi playlist particular estaba incluida, por ejemplo, la maravillosa pista de Trevor Jones, Promentory (El Último De Los Mohicanos, 1992) que si saltaba en medio de mis sesiones de estudio, me evocaba tantas imágenes de la película que me tenía que ver —tristemente— obligada a saltar a la siguiente. Lo mismo me sucedía con alguna otra.
Fue la banda sonora de Meet Joe Black (1998) la que me hizo cambiar mi punto de vista con respecto a este tema. Las notas que se reproducen en una de las escenas iniciales fueron capaces de evocar en mí sentimientos que yo desconocía que pudiesen existir a raíz de la música. Como si estuviese esperando a que algo pasara. Como si algo nuevo renaciese en mi interior. No voy a mentir, siempre me ha encantado la música. No obstante, se me hace más sencillo disfrutar de las canciones con letra, las que cuentan una historia. No había sabido yo aún entender que las canciones sin letra también lo hacen; a veces, incluso, de manera mucho más intensa. A decir verdad había esperado aquello desde hace bastante, aquel renacer de pasión que mi amigo supo despertar en mí.
A medida que avanza el recorrido vivido, comienzan a casarse personas conocidas. Todas las bodas de las llamadas ‘influencers’ sumían a mis amigas en el debate de “¿Con qué canción entrarías a tu boda?” y todas hablaban de sus bandas sonoras favoritas. Ennio Morricone, protagonista del debate casi siempre, se enfrentaba a compositores estrella como Ludovico Einaudi, Yiruma o Zimmer. En alguna ocasión manifesté mi deseo de que mi canción de entrada fuese The Ludlows de James Horner (Leyendas de Pasión, 1994) que siempre me había encantado. Sin embargo, fue ver que una ‘celebrity’ tuvo la misma idea que yo y se me quitaron las ganas. Me llevó a pensar que era un poco vulgar, común, por algún motivo. Imagino que porque todo el mundo le seguiría la corriente. Nunca me ha gustado lo que se lleva. Llegué incluso a querer entrar a la iglesia al son de la banda sonora de Shrek (2001) que, bromas aparte, es de mis películas favoritas.
Me despido del tema bodas para regresar a Joe Black. Menuda película. Debido a mi fijación por aquella melodía me pasaba horas y horas con ella en bucle. Encontré en un momento dado una versión extendida no demasiado popularizada en YouTube que escuchaba constantemente. Un día se me ocurrió la feliz idea de leer los comentarios que había publicados en aquel video y me impresionó absolutamente todo lo que leí. La mayoría comentaban el porqué del escaso éxito del filme; casi todos concluían que era porque el público no la entendió bien. No voy a hacer spoilers, pero es una película que habla del amor hasta en los lugares más recónditos. Porque hasta la muerte es capaz de enamorarse y de amar.
Habré visto esa película mil veces y nunca me canso. Siempre me pone los pelos de punta. Brad Pitt, Claire Forlani y un maravilloso Anthony Hopkins ofrecen al público una maravillosa historia repleta de miradas incandescentes y palabras silenciosas que exclaman todo lo que no dicen en alto. Porque lo dicho, se dice a través de la música. No puedo evitar preguntarme qué pensaría R si le dijese que esta es mi banda sonora preferida. Para gustos los colores.
Aquello fue lo que nos dijo —entre otras cosas— Lucas Vidal, compositor español, cuando vino a visitarnos aquel mismo año al colegio. El joven compositor testificó ante todos nosotros explicando que era un chico exactamente igual que nosotros. Sus padres querían que estudiase ADE o Derecho (alguna de esas), tenía la vida encarrilada hacia lo que a todas luces iba a ser una vida estándar. Trabajar en una multinacional, ganar dinero, crear una familia… Pero él no quería eso: Lucas quería componer bandas sonoras. La historia de su búsqueda de un hueco en el mundo de cine fue espectacular, un ejemplo de superación y perseverancia, cuyo ejemplo nos haría falta seguir en muchas ocasiones. El compositor de la banda sonora de Palmeras en la Nieve (2015) nos inspiró a todos a buscar un camino, nuestro camino. Supongo que hay bandas sonoras que también nos conducen a lo mismo.
La música tiene un don natural maravilloso que es capaz de unir a las personas más dispares, proponernos las ideas más disparatadas e incluso hacernos recordar aquello que creíamos que habíamos olvidado. Creo firmemente que no hay nada mejor que compartir la música —siempre seré partidaria de las playlists compartidas—, puesto que cada canción nueva que te enseñe alguien, quien sea, implantará una huella en ti, un recuerdo.
Para mí lo más peculiar de las bandas sonoras es que, al no tener letra y si no has visto la película en cuestión, son capaces de crear un universo para ese momento específico en tu cabeza. Son capaces de llevarte a lugares que no conocías, que no recordabas. A personas distantes, que quizás un día vuelvan a estar.
Igual que Joe Black se marcha sin marcharse nunca del todo.