C. siempre se olvidaba el iPad en la cajonera de clase. Los profesores la reñían, «una chica de 17 años debe ser responsable con sus herramientas de trabajo». Pero ella nunca lo era. Tenía la cabeza en las nubes y era despistada aunque gozaba de una autonomía que ningún niño de nuestra edad conocía, y eso que sus padres eran graníticos y nunca daban su brazo a torcer.
El último año de colegio —o el penúltimo, ya no me acuerdo—, entraba en clase y se sentaba a mi lado. Sacaba la pantalla del lugar donde la había dejado la tarde anterior y abría la aplicación de Spotify. «Escucha esto, esta banda sonora. Nadie lo hace mejor que Ennio Morricone». Me aprendí la banda sonora de Cinema Paradiso de memoria sin haber visto la película. Era su favorita. La tarareaba a todas horas, me insistió una infinidad de veces para que la viera. Nunca lo hice.
Hace tiempo que no hablo con C., no sé qué andará haciendo. A veces creo que hay partes de nosotros mismos que desaparecen cuando nos distanciamos de un amigo. Sin embargo, ayer me acordé de ella porque, aburrida en casa y en silencio, vi Cinema Paradiso por primera vez. Supongo que en esta vida todo funciona según un mecanismo parecido: las cosas llegan a tu vida cuando tienen que llegar. Y quizás no hubiese tenido sentido que yo hubiera visto esta película antes, quizás no me hubiera llegado de la misma manera en que lo hizo.
Pensé en escribir a C., mandarle una foto de mi cara empapada y reírme un rato con mi vieja amiga sobre lo tonta que fui al no haber visto esta película antes. No lo hice. En su lugar, decidí reproducir la banda sonora un rato. Me quedé sentada en el salón, en silencio y sin pensar. Qué difícil es interrumpir el flujo de pensamientos, pero cuánto me gustó ese momento, ese rato breve en el que pude dedicarme a sentir con todo el cuerpo. Corrían por mis brazos y mis piernas corrientes de electricidad y el pecho, lejos de estar encogido, se distendía, como si liberase una energía que llevaba tiempo acumulando.
Estoy muy nerviosa. No duermo bien. Mi feed de TikTok me muestra continuamente una cascada de explicaciones a mis posturas nocturnas —con las piernas encogidas sobre el pecho y las manos apretadas en puño— que certifican mi estado de agitación, consciente e inconsciente. Sé de sobra que tardará un rato en pasárseme, pero, afortunadamente, todo lo malo tiene fecha de caducidad. Y todo lo bueno también.
Pensaba el otro día en Totó, despidiéndose de su queridísimo Alfredo, de su cine, de su infancia. El adulto en el que se convirtió no volvió a visitarlos. Supongo que yo tampoco volvería a visitar el lugar ni las personas que me han tutelado como el viejo y la sala de proyecciones ampararon a aquel crío. Sencillamente porque Jabois escribió una vez que no se visita lo que se abandona y yo me tatué esa frase a pies juntillas en el instante en que la leí.
Siempre se me han dado fatal los finales, se me antojan una gestión complicada. Desagradable, en la mayoría de los casos. La mejor manera, creo, de afrontarlos es cerrar la puerta de golpe. Sin mirar atrás, sin lamentos. Mi madre se reirá porque bien sabe que por mucho que me resulte fácil decirlo (o escribirlo), se me hace un mundo acatar las pautas más lógicas. Como si cabeza y corazón trabajasen desacompasados, como si no formasen parte del mismo organismo. Así que, por mucho que diga que no volveré ni echaré de menos ni querré estar en otro lugar, sabed que, probablemente, esté mintiendo. Aunque también me dijeron que cuando se toma una decisión hay que ir a saco con ella y eso procuro hacer desde aquel lúgubre día D. Pero la historia de esa lección es otra.
Así que Totó no volvió, como tampoco volvería yo. Pasaron los años y sus recuerdos lo abrazaron con ternura, como siempre deberían hacer los recuerdos, desprendiéndose de la nostalgia y conservando sólo lo bueno. Y pensé que las pasiones, por mucho que nos toque alejarnos de ellas, se mantienen indelebles, íntegras, casi vírgenes si el tiempo no ha hecho mella en ellas. También me acordé de esta otra frase que aprendimos, creo, en el colegio en clase de religión: que los deseos que aguantan con el paso de los años son verdaderos, que la ilusión que se mantiene incólume es inmune al apagado.
La última vez que vi a C. fue hace uno o dos años. Quizás menos. Estábamos en un cumpleaños y nos pusimos al día. La conversación fue algo somera e insustancial. Si algo hay más complicado que los finales es el intento por reavivar una amistad que murió como debería morirse todo en este mundo: consumiéndose de forma natural. Pero todavía me hace ilusión cada vez que nos encontramos. C. forma parte de los retales de la persona que fui, como las personas que hoy me rodean y que mañana ya no lo harán serán el recuerdo de la persona que soy hoy. Aunque quizás siempre quede algo del entonces en lo que somos en el presente. Hablé con C. sobre Ennio. Por milésima vez. Creo que había ido a un concierto o algo así. O quizás hubiese surgido el tema en la conversación por otro motivo, ya no me acuerdo.
Pensé que quizás, a veces, sí que volvemos a las personas, a los lugares y a las pasiones. A veces solo pasamos por encima. Pero todo vuelve. Puede que no regrese de la forma precisa en que lo conocimos, normalmente hay modificaciones. Pero la esencia, si es honesta, se mantiene intacta. Y, por ello, el final de las cosas se hace cíclico. Como en las películas que le gustaban a Salvatore. No hace falta que volvamos a las cosas que abandonamos porque, a veces, basta con dejar que el tiempo corra para que vuelvan ellas a nosotros.
Me ha gustado mucho tu carta Silvia.
«Las cosas llegan a tu vida cuando tienen que llegar», me quedo con esta frase de tu carta; yo amo Cinema Paradiso. La tengo en mis top ten de películas, (y puedo decir que he visto más de 3500 películas) y también llegó a mi vida en un momento clave. Yo la habré visto ya unas 7 veces, y nunca me canso de verla. Giuseppe Tornatore filma una obra maestra, realmente es parte de su vida y la filmó en los lugares que recordaba en su edad adulta, por ello la película es nostalgia pura.
Gracias por estar. ❤️