Ayer, por primera vez desde que lancé el blog, no publiqué en martes. Mi amiga P me suplicó que no lo retrasara, que no podía fallar a mis fans (como si tuviera) y que escribiese, aunque fuesen, cuatro líneas absurdas e inconexas con el fin de mantener mi siempre constante ritmo de publicación. Me pasé sus súplicas por el arco de Adriano —en Antalya (Turquía)—, debajo del cual estábamos sentadas mientras disfrutábamos de un smoothie y manteníamos esta conversación.
Ayer llegué a casa absolutamente agotada: me había levantado a las cuatro, llevaba viajando desde entonces, teniendo que coger no uno sino dos aviones en el mismo día —cosa que me aterroriza y en consecuencia me fatiga mental y físicamente—. Mi día de ayer no fue especialmente bueno y, por primera vez en bastantes meses, me cogió el toro, llegó el martes y no tenía ganas de escribir ni nada que decir. Confieso que me he planteado guardar silencio esta semana, que no siempre tiene por qué ser algo malo. No obstante, creo que algo de atención debería prestarle a las palabras de P, por si hubiese por ahí algún lector que en la mañana de ayer esperase con ansia mi post hebdomadario y, por las circunstancias, se viese decepcionado ante la ausencia de mis palabras.
Turquía ha sido un país excepcional, nos ha chiflado. Lo mejor es que nos hemos reído hasta quedarnos sin aire, principalmente porque el choque cultural y la gran (insisto, gran) afluencia de turistas nos ha conducido a muchísimos momentos desternillantes. Hemos decidido poner en común a través de WhatsApp nuestros recuerdos más divertidos, conformando así una lista a la que regresaremos cuando nos volvamos a ver —pronto, espero— y podamos rememorar aquellos instantes tan divertidos. De entre todos los recopilados mi favorito es el que vengo hoy a contar.
En este viaje nos han timado como a idiotas. Para empezar, nuestro amigo (o quizás no tanto) Erdogan tiene al país sumido en una crisis inflacionaria de escándalo que, combinada con nuestra ignorancia de los tipos de cambio entre la lira turca y el euro conducía a que se diesen situaciones en las que, por ejemplo, nos cobrasen 150 TL por una botellita de agua (al cambio son como 5€) y, acto seguido, entrase un turco, un local o árabe-parlante al que le vendían exactamente la misma botella por 5 o 10 TL (no más de 30 céntimos). Nuestras caras de bobos hablaban por sí solas.
Siendo conscientes de esta realidad, en nuestro segundo destino —Capadocia, tierra de refugio de los primeros cristianos— nos movíamos ojo avizor. Tiritaban nuestras carteras, después de ser saqueadas en el Gran Bazar de Estambul, de modo que todo regateo emprendido era apreciado por el grupo. El manager de nuestro hostal nos ofreció un tour con chofer y guía por los valles del Göreme que había que hacer sí o sí si era tu primera vez en aquella región tan árida e histórica. Nos dejamos seducir por lo que nos ofrecía.
Nos timaron. De nuevo. Principalmente porque nuestro guía y chofer hablaba tres palabras en inglés: Down, twenty minutes y lunch. Para lo demás se dedicaba a señalar, asentir y sonreír. Hicimos varias paradas insípidas, sin entender lo que estábamos viendo porque el hombre no hacía más que mugir y señalar, mugir y señalar. Todo por tener el grado universitario, si hubiésemos puesto mayor esfuerzo en aprender Neanderthal que francés o chino, quizás hubiésemos aprendido algo aquel día.
Total, que la última parada que hicimos era en un pinar en el centro del valle en el que por el módico precio de casi 20€ podíamos hacer una ruta de 4 kilómetros. Como dice mi hermana, en países de esta índole los turistas somos dólares con patas. O quizás, nosotros unos ingenuos a los que el del hostal nos coló el tour sin remordimientos. Antes de acercarnos a la caseta de peaje que precedía a la ruta, nuestro conductor nos indicó que debíamos bajarnos del vehículo (Down, down) mientras señalaba hacia delante, como indicando el camino. Obedecimos.
Caminamos unos cien metros hasta llegar a una especie de terraplén del que no había más salida que el sendero por el que habíamos entrado. Había un par de coches aparcados y un perro sarnoso, debilitado y consumido por las pulgas, rascándose sin cesar. El perrillo, entre rascar y rascar, se acercaba cada vez más a nosotros. Decidimos volver por el mismo camino para preguntarle al guía por la dirección correcta. Antes de que llegásemos al shuttle, Charles-turco-Leclerc pisó el acelerador dirigiéndose al terraplén. Miramos extrañados aquella furgoneta blanca, que se dirigía sin intención de frenar hacia el lugar de donde veníamos y en cuyo centro estaba el chucho. El perrillo, que estaba quieto, agonizando ante su picor, fue atropellado. Vimos como el coche pasaba por encima, y el perro se revolvía en la arena, intentando sobrevivir a aquel intento de canicidio. Bajó el turco sin ninguna prisa ante el estruendoso ruido que produjo el golpe para comprobar qué era lo que había atropellado. No había rastro del accidente más que nuestras nueve caras horrorizadas. Nuestras bocas no emitían palabra, nuestros ojos acusaban como el dedo que apunta.
Rechazamos la tan cara ruta, comimos, y emprendimos el resto del tour de nuevo. Tuvimos que hacer una parada técnica, momento durante el cual el chofer creyó oportuno realizar una llamada telefónica. Y, nuestro amigo P, de ideas tan brillantes siempre, decidió recurrir a Google Translate para transcribir la conversación:
“He atropellado a un gato o algo. ¿Qué puedo decir? Realmente necesito dinero.”
No pudimos traducir nada más de aquella llamada, pero el conductor estaba realmente angustiado por aquel accidente que había causado en medio de la nada y que nos había dejado tan mal cuerpo.
Nos reímos durante el resto del trayecto, ya no recuerdo si por lo que dijo el hombre o por el hecho de que a P le hubiese entrado la curiosidad de saber qué estaba diciendo. No solo nos habían hecho pagar una pasta por aquel simple tour sino que nos habían adjudicado a un guía que no sabía hablar inglés y a un chofer que no sabía conducir. Ambos eran la misma persona. El cuerpo inerte del pobre perro sarnoso se esfumó de debajo del arma homicida. O bien revivió como Lázaro, imagen que las pinturas de las cuevas de Capadocia representaban con frecuencia; o bien su cuerpo no estaba tan inerte como pensábamos.
De vuelta en el hotel el turco nos despidió exigiendo una propina por el servicio prestado. Imagino que si hubiesen timado a una familia con chalet en El Viso, ésta hubiese sido generosa. No obstante, teniendo en cuenta que éramos estudiantes a los que habían saqueado en Estambúl, y que frecuentábamos poco los ATMs (y por ende no teníamos cash), no pudimos darle al pobre hombre más que 25TL. Ochenta míseros céntimos.
Si vuelvo a visitar Capadocia, y espero que sí, pediré que le llamen para que me preste el servicio de nuevo aunque, esta vez, en lugar de dejarle una pobre propina, quizás me anime a enseñarle como se usa el freno. Porque a juzgar por la escena que presenciamos y la inflación del país, las autoescuelas turcas deben estar sin clientela y (como diría mi abuelo) los carnets se reparten en una tómbola nacional.