Por algún motivo, últimamente me fijo mucho en la gente callada. En el silencio las obras se efectúan con sinceridad, las personas se desenvuelven con cierta gracia felina, con fluidez. A veces las palabras son el freno de mano; el silencio es el torrente desaguado inopinadamente, la electricidad incontrolable.
Cuando éramos algo más chicos, A. estaba envuelto de un aire críptico. Era inquietante y ya entonces me intrigaba. Me fijaba mucho en su manera de caminar, con las manos enterradas en su abrigo de paño negro hasta los pies y la cabeza gacha. A veces parecía flotar, como si no perteneciese al mundo de los vivos, aunque tampoco al de los muertos. Desde lejos, A. era otra cosa. La distancia es importante, porque a lo lejos el silencio toma forma, se define. Desde la distancia hay personas que, aunque estén calladas, chillan. Y el sonido, cuando uno presta atención, se deja ver.
Me gusta observar en silencio, también. En ocasiones atravieso una especie de experiencia mística, es difícil de explicar: como si me desplazase desde el plano de la vida que me ha tocado habitar hasta otro distinto, uno desde el cual puedo observar todo y a todos los que me rodean. Desde la nueva ubicación el tiempo se detiene, pero también transcurre más rápido que nunca. A veces dos segundos pueden durar toda una vida. A veces, digo mucho «a veces». Esos segundos son deliciosos, se inundan de una luz diferente, me invade una euforia que no me pertenece. Desde ese nuevo plano, esa ubicación, ese estado transitorio e intersticial, floto en una especie de nube que me concede momentáneamente la omnipresencia. Como si todas las vidas pudiesen vivirse en una sola. Como si todos los sentidos convergieran a la vez.
Me pasa al escribir, me gusta hacerlo en silencio. Cuando estoy en mi cuarto, o en el salón, o en cualquier lugar en el que lo único que se escucha es un modesto estridulo, como el ruido que hacen las chicharras, o más bien los grillos porque las chicharras cantan y lo que se escucha no es un canto sino una energía particular, escribo mejor. Pienso mejor. Soy capaz de bucear hacia dentro, en mí misma, y conecto con los fondos de forma tan profunda que soy consciente de que estoy volcando mis más profundos sentimientos con la tinta. En silencio soy capaz de hallar mi zenit, mi mejor expresión, mi yo más auténtico. Barajo seriamente la posibilidad de estar perdiendo la cabeza. No me importa demasiado.
En la redacción me cuesta encontrar un espacio en mi mente que me imbuya de una sensación similar al sonido de la estridulación propia del hogar solitario. Sin embargo sus silencios, que también los hay, son silencios distintos. Silencios con ruido, ahogados entre tecleados y murmullos, entre pasos elefantiásicos y tormentas puntuales. El silencio también puede estar contagiado de ruido, pero siempre mantiene su esencia, es capaz de sostenerse, de ser silencio. Hay que encontrar el interruptor que lo encienda y que lo apague. Buscar es complicado.
Creo que trabajar en un ambiente como este me ayuda a distanciarme, a dar un paso fuera de la escena. A encontrar quietud y una acústica tenue en momentos de mucho alboroto y bullicio revolucionado de más. Algo así me sucedió hace poco: la noche, el alcohol y la música diseñada por ingenieros de sonido para llevarnos a lugares insospechados se combinaron en mis beodas amistades. Me detuve a mirar un segundo todo lo que sucedía a mi alrededor. Y de improviso la escena desaceleró, el ajetreo iba al ralentí, como el que espera a un tren que no pasa nunca y que sin embargo nunca deja de esperar.
En aquel silencio momentáneo, de apenas dos segundos, en aquel trance que podría estar firmado por aguardiente pero que en realidad fue una escena conocida, un destello casual me devolvió el sonido, el ruido, el jaleo, La falda, los cigarros, el roce, la risa, los sueños. Un silencio se topó con otro y su estallido fue el Big Bang. Como un imán que atrae dos polos como fuerzas imbatibles, como una marea que arropa la costa mediterránea porque así está escrito que debe hacerlo. En aquel silencio, minutos antes de cruzar las miradas, podría perder la noche entera. Como el que se sienta al borde de la cama de un hotel sosteniendo el mango de su carry on mirando al suelo, intentando estirar el verano cuando septiembre ya comienza a asomar. En aquellos silencios esperaría que dieran las uvas. Y a veces, incluso, me gustaría que no dieran nunca.
El silencio es el más fuerte de los ruidos ❤️